Gualichos por doquier
Para no ser reiterativo con algo que supongo ya asumido, y rumeado, por todos nuestros lectores, no volveré a repetir que la ciudad ribereña de Rosario es, fue y será epicentro de todas las energías paranormales de América del Sur.
Desde el comienzo de nuestro humilde, y de por sí extremadamente democrático, lugar en la web, hemos intentado exponer, tanto los sucesos como sus explicaciones, de los hechos (que algunos denominarían "extremos") que rodean y engrandecen a nuestra querida ciudad.
De entre tantos hombres lobos, sirenas y bárboles, no queríamos dejar pasar, junto con los canales interdimensionales, los mapas nazis de tesoros y las visitas extraterrestres, a los siempre bien ponderados: GUALICHOS.
Si bien estas brujerías son, en el común de los pueblos, patrimonio de algunas pocas viejas brujas, con sus largas escobas de madera y sus suculentas cacerolas de metal, o de hechiceros venidos a menos que gastan las horas de sus días con gualichos de poca monta para asustar a algun que otro campesino o visitante desprevenido, con el solo objeto de reir a carcajadas con su boca desdentada; pero en Rosario la situación es diferente, dado que todos los niños de la ciudad, así como en Francia aprenden francés, en Rosario aprenden el arte de los gualichos y la manipulación de las yerbas que consiguen no sin mucho esfuerzo en las costas entrerianas.
Este hecho cotidiano crea, por lógica deducción, una situción especial (y a la que ya hemos hecho referencia anteriormente) en la ciudad. Cosas como los enamoramientos esporádicos y no correspondidos o las diarreas a mansalva o ni más ni menos que la escasez de fichas en el casino Destino, son normales.
Por eso va aquí, no tanto una advertencia como una precaución: ¡Cuidado con los citadinos comedores de gatos, no los enfurezcan, nunca les nieguen un beso, nunca le digan que no!, porque en su desmedida sed de venganza, quizas terminen ustedes con orejas de elefante o culo de mandril.
Como dijo aquel célebre porteño que visitó nuestras tierras lleno de emoción y esperanzas y terminó huyendo despavorido con piernas de ñandubai y sin otro pensamiento, que la malévola sonrisa de un parcayaso: "En Rosario, hay gualichos por doquier"