Boliches
La megadiscoteca estaba “al palo”. La música se apoderaba del lugar y la juventud parecía disfrutarlo. Mujeres y hombres bailaban endemoniados los temas de Cacho Castaña, Los Palmeras y hasta la canción de una publicidad veraniega. Algunos parecían haber entrado en una especie de trance al escuchar cosas como “quiere bailar y bailar y bailar, la reina de la bailanta” o “te clavo la sombrilla”. Esto sin lugar a dudas me remitía a algún show de Pink Floyd o al de alguna banda ácida de San Francisco de los años 60, en donde gracias a los efectos del ácido lisérgico y a los sonidos supersónicos disparados por los artistas, el público parecía encontrar su nirvana.
Lejos de emitir sonidos extravagantes, el DJ de turno le daba a la gente lo que fue a buscar luego de una semana cargada de conflictos y responsabilidades: el esperado reviente.
Adolescentes abordadas por muchachos pasados de ginebra, luces de colores, chicos tímidos que pasan la noche hablando de deportes, strippers, vómitos, cola interminable en el baño de mujeres, gritos, éxtasis...
Las caras de los muchachos comienzan a desfigurarse luego de algunos tragos, y a su vez creen que están en condiciones óptimas para comenzar su cacería nocturna.
La música sigue sonando y los cánticos futbolísticos se acrecientan, tal vez por el fracaso varonil a la hora de seducir, o por algún clásico que se avecina.
Las mujeres bailan toda la noche el mismo paso y parece que se entretienen, algunas sin haber probado ni una gota de alcohol o algún alucinógeno.
Con el alboroto de fondo me alejo y observo una batalla de jóvenes ebrios disputando su honor a través del viejo y conocido “valetodo”. Piñas, patadas, combos de todo tipo.
Yo simplemente me dirijo a la parada del autobús y me pregunto si vale la pena seguir viniendo. ¡Claro que si!, ¿qué otra cosa voy a hacer un sábado por la noche?